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Artesanos, artistas y especuladores
Por: EL PAÍS
| 18 de
septiembre de
2013
"La monstruosa diferencia entre el beneficio del productor y el del especulador es paralela a la monstruosa diferencia entre el prestigio del artesano y el del «artista creador». Sólo la especulación desenfrenada puede producir brechas tan abismales".
por TOMÁS SEGOVIA
La Victoria de Samotracia parece querer decirnos algo. Aguzamos el
oído ante eso que parece susurrarnos. Digo parece porque es imposible
describir en un lenguaje objetivo y unívoco eso que parece susurrarnos.
Pero eso no prueba que no lo susurre; prueba únicamente que no nos
susurra un mensaje unívoco y literal, pero hay que ser muy cerrado de
mollera para no reconocer que la inmensa mayoría de los mensajes que
intercambian los humanos no son unívocos y literales. Si intentamos
expresar verbalmente lo que nos susurra, hablando, por ejemplo, de una
carnalidad capaz de trasladarse a la piedra, o del sentimiento de
alzarse en el viento bajo las ráfagas que agitan nuestras ropas, como
metáfora de la libertad o del deseo de vivir, o de una radiancia de la
juventud expresada como una proporción entre el peso y la luminosidad, o
de otras cosas vagas y ambiguas de este tenor, es evidente que
cualquiera puede no estar de acuerdo, o encontrarnos incomprensibles, o
proponer otra interpretación enteramente distinta. Pero es claro que
esas expresiones apuntan a algo, un algo que se nos aparece surgiendo
más o menos parcialmente de la niebla y la oscuridad según lo acertado o
fallido de nuestras expresiones referidas a la experiencia de mirar la
Victoria de Samotracia.
En cambio ante un cuadro de Mondrian o de Miró es ridículo aguzar el oído para descubrir qué nos susurra. Ese cuadro no tiene secreto. Todo él es lo que está a la vista. Presupone una denuncia como falsedad e ilusión de toda interioridad. Esa pintura es exterioridad militante, sólo es posible después de haber barrido del terreno del arte, como falsedad ilegítima, todo recurso a un contenido, a una intimidad, a un secreto (contenido, por supuesto, en el sentido semiológico, que no es algo que esté «dentro», sino que más bien es algo a lo que una expresión remite o apunta, aunque tampoco es que esté literalmente fuera). Este arte formal- exterior no remite a nada que no sea él mismo. Es mudo. Ni siquiera es un deíctico, porque señalarse a sí mismo no es una función deíctica (en la jerga de Jakobson sería más bien fáctica). Llamamos contenido de una expresión a lo que esa expresión quiere decir. Un arte al que no se le puede preguntar qué quiere decir es un arte en el que no se puede buscar un contenido. Como en las cosas. Las cosas no dicen, son. Ya hablé hace muchos años de la soberbia metafísica de un arte que aspira a ser y de un creador literalmente tal que crea cosas mudas, cosas que son, como Dios mismo.
Pero vuelvo a la pregunta anterior: ¿por qué escoge ese camino el Occidente moderno? Que la opinión dominante de Occidente emprendió hace tiempo una campaña de desprestigio del sentido es algo que se hizo muy evidente en la corriente formalista-estructuralista de mediados del siglo XX. Esa tendencia se había anunciado antes en el arte, lo cual no puede sorprendernos. Para tratar de entender qué intereses pueden guiar esa tentativa, habría que preguntarse qué cosas medran y qué cosas declinan con ello. Lo que salta a la vista que medra es la especulación. Como en los mercados financieros, la especulación desenfrenada presupone la obliteración de los contenidos. El especulador financiero opera con valores puramente formales, cortados de su origen en la producción y el consumo para formar entre ellos una red de relaciones autocontenidas y autorreferidas. Lo mismo sucede con el especulador artístico. Y no me refiero (o no sólo) al galerista o al corredor de arte, sino al fraguador de opiniones que especula con el prestigio y la autoridad. La monstruosa diferencia entre el beneficio del productor y el del especulador es paralela a la monstruosa diferencia entre el prestigio del artesano y el del«artista creador». Sólo la especulación desenfrenada puede producir brechas tan abismales.
Vale la pena observar que esta especulación con el arte está ligada al occidente moderno, o sea, al Occidente democrático. Las tácticas de las clases dominantes para asegurarse el poder en democracia no son las mismas que en el Antiguo Régimen. Hay seguramente un paralelismo entre esas tácticas y las que buscan asegurarse el prestigio y la autoridad. En democracia, conseguir o conservar el poder es ser investido de una soberanía que a la vez se afirma que sigue residiendo en el pueblo, pero de manera puramente virtual, y que se trata de mantener en esa virtualidad, pues su efectividad no podría ser sino la abolición del poder (momentáneamente durante las elecciones, más o menos duraderamente en el caso de una revolución). Los aspirantes a conseguir o conservar el poder democrático han ido aprendiendo que lo que más les conviene es vaciar de contenido a la política. O sea, a la opinión pública. Hoy en día está clarísimo que la televisión, el deporte y otros rituales deliberados sirven muy eficazmente al poder para despolitizar a la opinión pública. La "política" (ahora necesariamente entre comillas) se vuelve así una especialidad aislada de la sociedad, y la carrera por el poder se hace especulativa.
Esto se parece mucho a lo que hacen los fraguadores de opinión, apoyándose en rituales deliberados (los premios, las campañas museísticas, los lanzamientos de artistas) para vaciar de contenido al arte y, por lo tanto, a la relación entre el arte y el público. El anatema sobre la pregunta «¿Qué quiere decir {esta obra}?» es aquí el equivalente de la despolitización. En definitiva, tanto al poder como al prestigio les conviene suprimir las preguntas sobre el sentido, que es suprimir el sentido, porque el sentido tal vez no implique siempre una pregunta, pero sí la posibilidad de preguntar, sin la cual no hay posibilidad de tener sentido.
...................
Este texto del poeta y ensayista TOMÁS SEGOVIA (9127-2011) aperecerá en el volumen El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas (1984-2005), de inminente publicación en la editorial Pre-Textos.
En la imagen, obra conjunta de Rogelio López Cuenca y Antoni Muntadas en ARCO 2009. Foto de Álvaro García
En cambio ante un cuadro de Mondrian o de Miró es ridículo aguzar el oído para descubrir qué nos susurra. Ese cuadro no tiene secreto. Todo él es lo que está a la vista. Presupone una denuncia como falsedad e ilusión de toda interioridad. Esa pintura es exterioridad militante, sólo es posible después de haber barrido del terreno del arte, como falsedad ilegítima, todo recurso a un contenido, a una intimidad, a un secreto (contenido, por supuesto, en el sentido semiológico, que no es algo que esté «dentro», sino que más bien es algo a lo que una expresión remite o apunta, aunque tampoco es que esté literalmente fuera). Este arte formal- exterior no remite a nada que no sea él mismo. Es mudo. Ni siquiera es un deíctico, porque señalarse a sí mismo no es una función deíctica (en la jerga de Jakobson sería más bien fáctica). Llamamos contenido de una expresión a lo que esa expresión quiere decir. Un arte al que no se le puede preguntar qué quiere decir es un arte en el que no se puede buscar un contenido. Como en las cosas. Las cosas no dicen, son. Ya hablé hace muchos años de la soberbia metafísica de un arte que aspira a ser y de un creador literalmente tal que crea cosas mudas, cosas que son, como Dios mismo.
Pero vuelvo a la pregunta anterior: ¿por qué escoge ese camino el Occidente moderno? Que la opinión dominante de Occidente emprendió hace tiempo una campaña de desprestigio del sentido es algo que se hizo muy evidente en la corriente formalista-estructuralista de mediados del siglo XX. Esa tendencia se había anunciado antes en el arte, lo cual no puede sorprendernos. Para tratar de entender qué intereses pueden guiar esa tentativa, habría que preguntarse qué cosas medran y qué cosas declinan con ello. Lo que salta a la vista que medra es la especulación. Como en los mercados financieros, la especulación desenfrenada presupone la obliteración de los contenidos. El especulador financiero opera con valores puramente formales, cortados de su origen en la producción y el consumo para formar entre ellos una red de relaciones autocontenidas y autorreferidas. Lo mismo sucede con el especulador artístico. Y no me refiero (o no sólo) al galerista o al corredor de arte, sino al fraguador de opiniones que especula con el prestigio y la autoridad. La monstruosa diferencia entre el beneficio del productor y el del especulador es paralela a la monstruosa diferencia entre el prestigio del artesano y el del«artista creador». Sólo la especulación desenfrenada puede producir brechas tan abismales.
Vale la pena observar que esta especulación con el arte está ligada al occidente moderno, o sea, al Occidente democrático. Las tácticas de las clases dominantes para asegurarse el poder en democracia no son las mismas que en el Antiguo Régimen. Hay seguramente un paralelismo entre esas tácticas y las que buscan asegurarse el prestigio y la autoridad. En democracia, conseguir o conservar el poder es ser investido de una soberanía que a la vez se afirma que sigue residiendo en el pueblo, pero de manera puramente virtual, y que se trata de mantener en esa virtualidad, pues su efectividad no podría ser sino la abolición del poder (momentáneamente durante las elecciones, más o menos duraderamente en el caso de una revolución). Los aspirantes a conseguir o conservar el poder democrático han ido aprendiendo que lo que más les conviene es vaciar de contenido a la política. O sea, a la opinión pública. Hoy en día está clarísimo que la televisión, el deporte y otros rituales deliberados sirven muy eficazmente al poder para despolitizar a la opinión pública. La "política" (ahora necesariamente entre comillas) se vuelve así una especialidad aislada de la sociedad, y la carrera por el poder se hace especulativa.
Esto se parece mucho a lo que hacen los fraguadores de opinión, apoyándose en rituales deliberados (los premios, las campañas museísticas, los lanzamientos de artistas) para vaciar de contenido al arte y, por lo tanto, a la relación entre el arte y el público. El anatema sobre la pregunta «¿Qué quiere decir {esta obra}?» es aquí el equivalente de la despolitización. En definitiva, tanto al poder como al prestigio les conviene suprimir las preguntas sobre el sentido, que es suprimir el sentido, porque el sentido tal vez no implique siempre una pregunta, pero sí la posibilidad de preguntar, sin la cual no hay posibilidad de tener sentido.
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Este texto del poeta y ensayista TOMÁS SEGOVIA (9127-2011) aperecerá en el volumen El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas (1984-2005), de inminente publicación en la editorial Pre-Textos.
En la imagen, obra conjunta de Rogelio López Cuenca y Antoni Muntadas en ARCO 2009. Foto de Álvaro García
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